Por Fabián Calle
Desde el regreso de la democracia en la Argentina el ámbito académico nacional centrado en el estudio de las relaciones internacionales y la política exterior ha acuñado términos o etiquetas para tratar de definir etapas y cambios de los gobiernos que se sucedieron en el poder. Sin duda la más rica en este sentido fue la década de los noventa con las polémicas suscitadas por las definiciones de Carlos Escudé y su denominado “realismo periférico”, un GPS teórico para una Argentina que salía del traumático último tramo político y económico de la presidencia de Alfonsin y que al mismo tiempo se combinaba con el colapso de la URSS y la formación de un escenario unipolar liderado por los EEUU.
Por su parte, la China comunista había optado ya en 1979 por volcarse hacia formas de organización capitalistas de su economía. No casualmente, casi 40 años después de ese giro, durante la Cumbre de Davos del año pasado, el poderoso mandatario chino no dudó en mostrar a su país como un garante serio y responsable del capitalismo a nivel global frente a las dudas que generaba el discurso nacionalista y proteccionista del entonces novel presidente norteamericano Donald Trump. Un año después, en el Davos 2018, será el mismo presidente estadounidense el que aclarará que su administración está lejos de querer abandonar o ceder su rol de epicentro del entramado económico y financiero transnacional.
El realismo periférico definido en la década de 1990 en nuestro país fue rebautizado vulgarmente con el rótulo de “relaciones carnales”, para alertar acerca de la predominancia en nuestra política exterior de las relaciones entre Buenos Aires y Washington. Sin embargo, en los años noventa también se creó el MERCOSUR, se resolvieron los últimos diferendos limítrofes con Chile, se aportó esfuerzo diplomático a la paz entre Perú y Ecuador, etc.; es decir, fueron años signados por una importante actividad política regional.
Recordemos que muchos de los políticos que se sumaron al discurso épico, bolivariano y revolucionario durante la gestión kirchnerista, integraron las boletas electorales lideradas por el entonces presidente Menem, y apoyaron públicamente el cambio positivo en las relaciones con los Estados Unidos.
La victoria de la Alianza en 1999 derivó en una política exterior y económica que, en lo sustancial, no difería de la anterior. Los tiempos de la convertibilidad habían culminado abruptamente debido en parte a la crisis financiera global y de Rusia, y la devaluación del Real en Brasil. El traumático epílogo en diciembre de 2001 colocó en el imaginario colectivo y en los discursos políticos la idea de que la aplicación de modelos pro mercado y la relación estrecha con Washington habían sido las causas del derrumbe y el origen de todas nuestras penurias.
El inesperado y grave ataque de septiembre de 2001 en los EE.UU., el posterior aumento en los precios de las materias primas a partir de 2004 -en nuestro caso la soja, y las oleaginosas y el mineral de hierro en Brasil-, y la generosa billetera del venezolano Chávez apalancada en el petróleo, facilitaron el regreso de un espacio regional con una agenda política más contestataria hacia la potencia del norte. A eso se sumaba el ascenso de China y la emergencia de Rusia como un actor con peso.
Néstor Kirchner vió claramente la oportunidad que le dispensaba ese escenario; al mismo tiempo, comprendió que le permitiría consolidar un giro discursivo con respecto a su rol en los años noventa, cuando se había declarado abiertamente menemista y privatista. El momento clave fue la Cumbre de Presidentes de las Américas en Mar del Plata, en 2005, en el que el presidente Kirchner se mostró como punta de lanza en el choque con la administración Bush. Para mostrar que éramos iguales pero no tanto, el presidente Lula respaldo esa embestida, pero terminada la Cumbre invitó al entonces residente de la Casa Blanca a una visita a Brasil. Nuestro vecino mostró que seguía siendo un aliado estratégico de los Estados Unidos.
A pesar de todo, el gobierno argentino no rompió los puentes con los EE.UU.; mantuvo conversaciones y cierta cooperación en temas sensibles al país del Norte, como la narco-seguridad. Sólo a partir de 2010, con Cristina Kirchner en la presidencia, el gobierno avanzaría en la ruptura casi total de las relaciones, provocada sobre todo por el creciente acercamiento a Irán. Los gestos altaneros, las volteretas en el aire y los encendidos discursos ideológicos -de los que la política exterior argentina casi siempre abusó- transmutaron, así, en un abierto desafío a los intereses norteamericanos.
El triunfo de Macri en el 2015 (una sorpresa, como la victoria de Trump), motivó un nuevo re-balanceo en las relaciones entre ambos países. La nueva política exterior de la Argentina tuvo que adaptarse y responder a dos momentos distintos: el último año de la administración Obama y el primero de Trump. Dos líderes muy diferentes, con agendas diferentes. El primero, con sus dotes personales para ser la encarnación de un líder progresista, pro globalización y políticamente correcto, cuyos principales temas son el cambio climático, el comercio libre, las cuestiones de genero y las migraciones, etc. Su sucesor, con una visión más nacionalista y proteccionista.
En materia de política exterior, ya para 2015 resultaba evidente que los ocho años de Obama distaban de ser un lecho de rosas. El descalabro en Libia -que aún perdura-, la errática política en Siria -con sus graves omisiones-, el desbarranque de Venezuela -con las reiteradas violaciones a los derechos humanos-, el avance sin mayores trabas del programa nuclear de Corea del Norte, y la imposibilidad de cumplir con la promesa de cesar la participación militar de EE.UU. en Irak y Afganistán, son algunos de los casos más resonantes de la errónea política exterior norteamericana de esos años.
La administración Macri se preparó para convivir con Hillary Clinton, a quien prefería en la Casa Blanca, en línea con la decisión de mostrarlo como un líder progresista. Rápidamente, el presidente argentino se mostró auspiciando una especie de versión 2.0 de la agenda globalista de Obama, impregnando su posicionamiento personal con abundante retórica. La selección del primer Canciller del gobierno de Cambiemos, Susana Malcorra, una mujer con experiencia en un ámbito de diálogos, discursos y formalidades, como la ONU, y del primer embajador en Washington, Martín Lousteau, un joven político -ex sciolista y ex kirchnerista- con perfil moderno y discurso progresista, son reflejos de la convicción del presidente Macri de que la candidata demócrata triunfaría en las elecciones de noviembre de 2016 en los EE.UU. Pero como suele suceder en la vida de las personas y de los Estados, las cosas no siempre se dan como se espera.
Un observador desprevenido podría haber concluido que Macri preferiría un viejo conocido, Trump. Pero no era así. En su estrategia comunicacional y política, el PRO buscó mostrar al nuevo presidente argentino como un líder socialdemócrata, alejado de la ideología capitalista tradicional y de la agenda de los noventa y de cualquier cosa que oliese a derecha, y distante del alineamiento automático con los norteamericanos. Hillary Clinton respondía mucho más a ese imaginario que Trump quién, por otra parte , Macri -y la mayoría de los analistas, expertos y periodistas- creía que caería duramente derrotado por la candidata de los demócratas.
Con la sorpresa consumada, y a pesar de las ínfulas socialdemócratas de algunos integrantes de su gabinete, Macri apeló a su realismo empresarial -y a su responsabilidad como presidente- y ordenó un cambio de timón, instruyendo a sus ministros a restablecer las relaciones con el nuevo inquilino de la Casa Blanca. Los problemas surgieron inmediatamente: los contactos personales de los principales funcionarios argentinos con las nuevas autoridades en Washington eran casi nulas. El PRO, antes en la oposición y luego en el gobierno, había invertido tiempo en relacionarse con los demócratas americanos que, como dijimos, se suponía que permanecerían en el poder con la partida de Obama.
¿Por dónde comenzar?, se interrogó el gobierno argentino. Por Macri, fue la respuesta. El presidente argentino era el único que tenía una relación previa con Trump. Ambos, siendo empresarios a tiempo completo, habían hecho negocios juntos, los cuales fueron coronados en el campo de golf, un deporte que los moviliza. Habrá que esperar a 2017 para que, luego de la muy cordial reunión de Macri con Trump en la Casa Blanca, se restableciera la antigua relación entre ambos y, con ello, la política exterior Argentina se adaptara a la realidad de las cosas más que a las necesidades de la comunicación y de la política interna.
El malestar por ese cambio quedó reflejado en un texto del especialista Juan G Tokatlian publicado en el diario Clarin el pasado 2/2/2018, que dice: “…En el segundo semestre de 2017, la administración Macri esbozó lo que se podría denominar un unilateralismo periférico concesivo. En relaciones internacionales el unilateralismo es un tipo de comportamiento del Estado que procura asegurar sus preferencias y desdeña del multilateralismo salvo cuando le es funcional a sus propósitos. (…) Sin quizás proponérselo, el embajador (Fernando Oris de Roa. Nota del editor)repitió, en un contexto mundial muy distinto, la lógica que guió la política exterior argentina de los ‘90. Probablemente, el gobierno que agrupa al PRO, la UCR y la Coalición Cívica, olvidó que el quid pro quo entre la política y la economía no funcionó en el pasado; en particular durante la crisisde 2001-02. ¿Alguien en la Casa Rosada realmente cree que complaciendo a Washington en lo “político” se hará efectiva, en lo “económico”, la “lluvia de inversiones”? Temas claves de alcance global se perfilan en 2018. Ojalá el gobierno abandone el unilateralismo periférico concesivo hacia Washington que bosquejó en 2017 y que no fortalece los intereses colectivos y estratégicos de la Argentina.”
A decir verdad, Macri ha llevado y sigue llevado adelante una estrategia que busca recomponer, y en otros casos potenciar, los vínculos económicos y comerciales con las principales potencias. Desde EEUU pasando por China, Japón, Alemania, Francia, Italia, países árabes petroleros y el mismo Reino Unido. Y desde ya Brasil, Chile, Colombia, Perú y el muy estratégico Mexico. En la reciente reunión con el presidente ruso Putin, el gobierno argentino sumó a Rusia a esa agenda. Una mirada atenta de la agenda bilateral argentino-china muestra una densidad aún mayor que con los EE.UU.: acuerdo por la construcción de las dos centrales nucleares, la preservación del acuerdo para el funcionamiento de la planta satelital en Neuquén, la construcción de represas, la modernización del sistema ferroviario, etc. Macri es en política exterior un multilateralista.
Por el perfil del actual gobierno argentino -y las necesidades del país- el énfasis económico-céntrico guía las principales decisiones de política exterior.
El camino que Argentina está recorriendo para entrar a la OCDE también es un reflejo de los cambios en política exterior. Acertadamente, Macri ve en la OCDE un sendero virtuoso para lograr -vía cambios institucionales “desde afuera”- lo que no puede hacer adentro con las herramientas locales. Integrar la OCDE supone implementar normas estrictas que el comportamiento errático de la política argentina violaría, obliga a cumplir con metas que por lo general declamamos pero luego postergamos, supone darle transparencia a la gestión (por ejemplo, darle publicidad a los informes de la SIGEN, que siguen siendo secretos), conlleva el establecimiento de controles y auditorías estrictas sobre la función pública, etc.
La agenda de Washington va tomando mayor claridad. La administración Trump, con un grupo de sobresalientes militares ocupando puestos claves en su gobierno, ayudará a la Casa Rosada a comprender que una inteligente, articulada y prudente cooperación en temas de seguridad regional e internacional, no proliferación nuclear, antiterrorismo, crisis en Venezuela, lucha contra el narcotráfico, etc, tendrá más temprano que tarde su rebote constructivo en temas comerciales y económicos bilaterales.
Surgen, también, nuevos desafíos para el país, a los que habrá que darle respuesta como, por ejemplo, un mayor proteccionismo de los Estados Unidos, que afectará el comercio internacional, y el encarecimiento de las tasas a las que nos endeudamos, que deberá necesariamente llevarnos a bajar nuestro abultado déficit fiscal y la excesiva dependencia del financiamiento externo.
En un mundo más multipolar y con un creciente rol de actores no estatales, la clave es articular inteligentemente las concesiones y exigencias. No hay espacio para aplicar lo que con mayor o menor suerte se experimentó desde 1983 hasta 2015. Asimismo, los viejos antagonismos han quedado superados. Lo demuestra, parcialmente, la convergencia de visiones entre Dante Caputo, canciller de Raúl Alfonsin, y Andrés Cisneros, vicecanciller de Menem y uno de los arquitectos de la política exterior de los 90. Sobre esos consensos básicos habrá que comenzar a construir una nueva hoja de ruta que nos lleve -por fin- a integrarnos al mundo. Con la premisa de mirar el mundo tal como es y no como nos gustaría que fuera.
Multipolarismo y realismo, incorporando valores y metas esenciales como, por ejemplo, la inserción en el mundo y la normalización económica y financiera del país. Ese el desafío del presidente Macri -que debe liderar ese proceso-, de sus principales asesores en materia de política exterior y de la cancillería argentina. Este desafío trasciende el debate intelectual y los discursos políticos: es la principal herramienta para que la Argentina vuelva a ser un jugador con peso en el comercio internacional y en la política regional.