Por Fabián Calle y Matteo Goretti
.
El mundo tuvo hasta 1945 una estructura multipolar, y luego una clara bipolaridad. El colapso de la URSS abrió un momento unipolar hasta la finalización de la primera década de este siglo, cuando comenzó a emerger una nueva estructura bipolar caracterizada por cierto equilibrio inestable en materia económica y estratégica entre los Estados Unidos y China. Es un proceso que sigue en formación, en el que participan otros actores importantes -aunque menos decisivos- en el plano de los flujos internacionales de comercio, como la Unión Europea, Alemania, Japón, India y Brasil,
Esta bipolaridad todavía imperfecta coexiste con una multipolaridad a nivel militar: Rusia, con su impactante arsenal nuclear solo equiparable al americano, se suma como potencia a China y los Estados Unidos.
Al respecto, una rápida mirada en perspectiva de las gestiones peronistas hasta diciembre de 2007 proporciona una imagen diferente de la que nos devuelve la política exterior de Alberto Fernández en sus primeros seis meses de gestión. En general, aquellos gobiernos justicialistas implementaron una política exterior estructuralmente realista, buscando coexistir o incluso tratando de aprovechar los equilibrios globales que les tocó. En simultáneo, muchas veces buscaron construir hacia adentro un relato distorsionado de lo que hacían, con el propósito de afianzar un liderazgo acorde con la cultura popular preponderante y la ideología de su grupo de poder más cercano.
Por ejemplo, Juan Domingo Perón tuvo en la era bipolar una relación constructiva con los EE.UU., en especial en su segunda presidencia. Recordemos su intención de participar junto a Washington y sus aliados en la ONU de la guerra de Corea de 1950-1953. Consciente de la necesidad de reparar las heridas en la relación bilateral que había dejado la neutralidad argentina durante la segunda guerra mundial y el áspero debate electoral en las elecciones de 1946, el presidente Perón se esforzó por articular una relación fluida con la superpotencia occidental, a pesar de que al inicio la disimuló con su conocido discurso anti-norteamericano de la tercera posición.
Por su parte, Carlos Menem buscó aprovechar la preeminencia de los Estados Unidos como potencia mundial, con resultados dispares.
Néstor Kirchner prosiguió la cooperación con los Estados Unidos en temas primordiales. En efecto, en esos años el gobierno argentino mantuvo el intercambio de información con la potencia del norte en materia de seguridad y narco-terrorismo -prioridades de la política exterior americana en la región-, y aceptó los severos controles sobre zonas críticas, como la Triple frontera.
A partir de diciembre de 2007 Cristina Kirchner interrumpe esta tradición e inaugura cambios profundos en la política exterior, desafiando a los Estados Unidos y acercándose a China en el plano político y de los sistemas de información, siendo este país el principal comprador de nuestras materias primas de origen agrícola, inversor en áreas estratégicas y prestamista relevante del tesoro nacional. Durante su presidencia, se instala en Neuquén una estación de apoyo para las misiones chinas de exploración espacial, cuyas actividades escapan al control de las autoridades argentinas, lo cual generó suspicacias. Mientras que eso podría ser percibido como una amenaza por la actual administración norteamericana, no lo fue del todo entonces, cuando por acuerdo entre republicanos y demócratas los Estados Unidos le había concedido al país asiático el status de “Nación más favorecida”.
En el mismo sentido, Cristina Kirchner avaló durante su mandato la firma del polémico Memorándum de entendimiento con Irán, que también repercutió en las relaciones de nuestro país con los Estados Unidos, a pesar de que la diplomacia de Barack Obama se caracterizó por una actitud más permisiva con el país asiático en relación con su desarrollo nuclear.
Respecto del vínculo con Venezuela, la potencia del norte consideró al gobierno de Néstor Kirchner un interlocutor válido ante Hugo Chávez, pero por el contrario no vio con buenos ojos las gestiones de Cristina Kirchner cuando el régimen bolivariano mostraba abiertamente su irrefrenable radicalización.
Nestor Kirchner en el poder comprendió rápidamente la diferencia entre discrepar públicamente con los Estados Unidos a través de algunos gestos ostentonsos y sonoros para satisfacer a su grupo duro de seguidores, y generar una ruptura en la relación. La visión ideológica no imperó en aquellos años, no llegó a alterar los equilibrios preexistentes; tampoco se buscó hacerlo. Eso sí, Kirchner aprovechó oportunidades para diferenciarse públicamente de los Estados Unidos, como cuando incomodó a George W. Bush en la IV Cumbre de las Américas de Mar del Plata en 2005.
Por el contrario, Cristina Kirchner buscó alterar la relación con los Estados Unidos, provocándolo, como cuando en 2011 el Canciller Héctor Timerman -alicate en mano y en directo por televisión- se puso al frente de la requisa del material que un avión de la fuerza aérea norteamericana había traído por vía diplomática; una clara señal que buscó trascender la mera representación teatral. Según fuentes calificadas, episodios como este afectaron la normal cooperación y el intercambio de información sensible entre los dos países.
Otro principio básico de la política exterior es dejar a la ideología en un rol secundario, como un vector no determinante, al momento de tratar con países claves; por lo tanto; su incorporación en el análisis es fundamental para comprender cómo los países se vinculan entre sí.
Teniendo en cuenta los dos factores mencionados -la estructura global que rigen las relaciones internacionales en un determinado momento y el peso de la ideología en el desarrollo del vínculo entre los países-, es posible adelantar algunos de los lineamientos de la política exterior -aún incipiente- del presidente Fernández, y sus diferencias con los gobiernos anteriores de su mismo signo político.
En primer lugar, el actual gobierno dice querer relacionarse con el mundo siguiendo una política multilateral, pero en los hechos ha intentado reiteradamente desafiar a los Estados Unidos al apoyar al régimen de Maduro en Venezuela, y al ex presidente Morales en su intento de volver al poder en Bolivia, y también a nuestros vecinos, al generar fuertes disputas con Brasil, Uruguay y Chile, además de Bolivia. Al mismo tiempo, la Cancillería argentina se bajó de manera abrupta de las negociaciones de libre comercio del Mercosur con otros países, aún a sabiendas de la prevalencia estratégica en materia política y económica del bloque que integramos, para luego volver a la mesa al reconsiderar su posición.
Del mismo modo, la actual administración alteró las normales relaciones con varios gobiernos constituidos, al apoyar abiertamente al Grupo de Puebla, privilegiando la ideología sobre la agenda política, económica y comercial.
El gobierno podía haber encapsulado la habitual retórica épica dentro ciertos ámbitos de su coalición sin con ello afectar los márgenes de maniobra de su política exterior, como lo hicieron Perón, Menem y Néstor Kirchner. Sin embargo, hasta ahora prefirió no hacerlo, privilegiando con sus acciones una agenda determinada por posiciones ideológicas.
De confirmarse esta tendencia, sería una novedad en la política exterior argentina desde el advenimiento de la democracia. Cabe recordar que Raúl Alfonsín negoció el tema Beagle con el régimen de Pinochet a pesar de las abismales diferencias que los separaban, y al mismo tiempo avanzó en la construcción de una relación estratégica con el Brasil de José Sarney -de fluida relación con los militares de su país-, que derivó más tarde en la constitución del Mercosur. Carlos Menem, mientras desarrollaba un vínculo especial con los Estados Unidos, supo tejer una fluida relación personal con los líderes de la Concertación chilena; lo mismo hizo con el socialdemócrata Fernando H. Cardoso y con los gobiernos de centro-izquierda europeos. Menem jugaba al golf con George H. Bush mientras intercambiaba vinos por habanos con Fidel Castro.
Podríamos encontrar algunas explicaciones de esta disonancia de la actual administración en la conocida estructura de pensamiento y forma de ejercer el poder del peronismo, de carácter pendular, que en diferentes momentos legitimó con la misma fuerza posturas opuestas, como la privatización y la estatización de YPF, la libertad y el control de precios, la inflación y la deflación, las políticas proteccionistas y liberales, y la defensa de los derechos humanos y el ataque a las libertades individuales. Sin embargo, no es una interpretación suficiente.
Es posible, entonces, que estemos ante una nueva administración de la política exterior, caracterizada por la omisión de las polaridades del sistema internacional actual y la preeminencia de la ideología sobre la agenda económica y comercial en la determinación de los vínculos con los países y bloques. La administración de Alberto Fernández acaba de empezar; habrá que esperar para confirmar las tendencias.
Finalmente, otra diferencia en relación con los gobiernos peronistas anteriores es que aquellos tuvieron cancilleres con presencia y protagonismo. Por el contrario, el ministro Felipe Solá no hace de vocero de la política exterior -tarea que concentra el presidente Alberto Fernández-, y su acción se muestra, por ahora, de baja intensidad.