Por Gianfranco Pasquino*
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En todas las democracias, el número de parlamentarios está relacionado de alguna manera con el número de votantes. En términos generales, la relación equivale a un parlamentario por cada cien mil votantes (Francia 577; Alemania 598 más un número fluctuante de escaños adicionales; Gran Bretaña 650). La gran excepción es la República Federal y Presidencial de los Estados Unidos de América cuyo número de Senadores (dos por cada Estado, hoy, por tanto, un total de cien) está establecido por la Constitución de 1787, y se fijó definitivamente el de Representantes del Congreso (435) en 1929. En los Estados Unidos no se cuestionan las cifras, sino la redistribución de los representantes entre los Estados con referencia a los cambios de población (lo que explica por qué los censos que se hacen cada diez años son considerados muy importantes). Por ello, los Estados Unidos no pueden tomarse como punto de referencia para una comparación significativa.
Los constituyentes italianos vincularon el número de diputados y senadores a la población con el objetivo principal y predominante de dar una representación adecuada al electorado italiano, hombres y las mujeres que votaron por primera vez en 1946. En las elecciones de 1948 el número de diputados electos fuer de 574, y la mitad de los senadores: 237. En 1953 se eligieron 590 diputados, los senadores se mantuvieron en 237 y en 1958 pasó a 596 diputados y 246 senadores. Para bloquear el crecimiento continuo debido al aumento fisiológico de la población italiana, el art. 56 de la Constitución fue modificado antes de las elecciones de 1963 estableciendo que los diputados debían seguir siendo 630 y los senadores 315.
Con el tiempo, en varias ocasiones, hubo quienes propusieron por diversas razones reducir el número total de parlamentarios. A menudo se cita a Nilde Iotti, comunista, durante un largo período (1979-1992) Presidenta de la Cámara de Diputados italiana, quien argumentó que, una vez elegidos los Consejos Regionales que ya proporcionaban representación política adicional, era concebible y deseable una reducción en el número de parlamentarios. En las comisiones bicamerales de reformas institucionales, otros propusieron la superación del bicameralismo con la abolición del Senado y la elección de una Cámara única compuesta por 500 diputados (número redondo). Alguien de la izquierda se dejó llevar por el entusiasmo antiparlamentario y populista, afirmando que 100 escaños eran más que suficientes.
En otros lugares, en Francia, el fundador y Presidente de la Quinta República, Charles de Gaulle, perdió el referéndum popular sobre la abolición del Senado en 1969 y dimitió indignado. El poderoso primer ministro británico Tony Blair libró una batalla contra la Cámara de los Lores, pero solo logró reducir el número de lores y baronesas que, sin embargo, aún permanecen en algo menos de 800. Si parva licet componere magnis (“si es legítimo comparar cosas pequeñas con grandes”), en su reforma constitucional no exactamente lineal de 2016, el primer ministro Matteo Renzi había impuesto una reducción del número de senadores a 100, confiando la elección a las regiones, y redefinió las tareas del Senado de una manera no del todo clara, redimensionando considerablemente sus poderes. En todos estos casos, las motivaciones predominantes se refirieron a la necesidad de mejorar la representación política y dar mayor eficiencia a los procedimientos legislativos. En cambio, la principal justificación que ofrece ahora el Movimiento 5 Estrellas para llevar a cabo el “recorte de escaños”, que es la reducción del número de parlamentarios de 630 diputados a 400 y de 315 senadores a 200, es el ahorro de 500 millones de euros en el transcurso de una legislatura. En esta vision, existe la expectativa de que a menos parlamentarios haya una mayor eficiencia tanto de la Cámara de Diputados como del Senado. Premisa que parte de un mal argumento y poco o nada convincente. Este movimiento politico y la mayoría de los que se han pronunciado a favor de la reducción del número de parlamentarios, y que en su momento también fueron partidarios de la reforma Renzi, parecen creer que la tarea más importante del Parlamento en una democracia parlamentaria es hacer leyes. Argumentan que menos diputados significarían menos obstáculos en el debate de proyectos de ley y una aprobación más rápida. Esta concepción teórica y facticamente errónea eclipsa las que son, en cambio, las dos actividades más importantes e insustituibles de un Parlamento: controlar, no solo por la oposición, lo que el gobierno hace, no hace, daña y dar representación política a los ciudadanos (al “pueblo”). El gobierno y los ministros cuentan con personal político y burocrático que les permite, si son hombres y mujeres en promedio capaces y competentes, elaborar una variedad de proyectos de ley y emitir incluso decretos complejos que requieren evaluaciones cuidadosas. Está claro que la reducción en el número de parlamentarios implicará una sobrecarga de trabajo tanto, ciertamente, en las comisiones (hoy casi todos los parlamentarios forman parte de al menos dos comisiones), como en el plenario, donde los parlamentarios tienen derecho a llamar al gobierno para responder de sus acciones y omisiones. En definitiva, es muy probable que, reducidos en número, los parlamentarios no sean capaces de llevar a cabo de manera eficaz e incisiva su tarea fundamental de controlar el trabajo del gobierno.
En cuanto a la representación política, por supuesto, mucho depende de la ley electoral que se apruebe. Parece más que probable que se elija una ley proporcional (por cierto, todas las democracias de Europa occidental, con la excepción de Gran Bretaña y la Quinta República Francesa, utilizan buenas leyes proporcionales, siendo la alemana la mejor a imitar siempre que lo sea en su totalidad). Quienes quieran una buena representación deben exigir que se excluya la posibilidad de múltiples candidaturas y que se permita a los votantes expresar una preferencia, preferiblemente solo una. Los candidatos al parlamento en distritos electorales más grandes tendrán que trabajar muy duro para ganar las elecciones e igualmente para mantener el contacto con su electorado. Dar una buena representación política, además de implicar enormes dificultades para los partidos pequeños, ciertamente será más difícil.
Lo cierto es que la reducción del número de parlamentarios, que de ninguna manera mejora automáticamente la representación política, pondrá al nuevo Parlamento y sus reducidos miembros a merced del gobierno. Por otro lado, esta reforma nació en clave antiparlamentaria como para demostrar la irrelevancia, hasta el límite de la inutilidad, del Parlamento italiano, organismo que habría que superar con métodos de democracia directa y con el uso de la tecnología. La confirmación de la reforma allanaría el camino a experimentos peligrosos para quienes creen que el corazón de la democracia parlamentaria está constituido por el propio Parlamento, elegido recurriendo a una ley electoral digna, equipado para controlar al gobierno y capaz de garantizar una representación política efectiva a los ciudadanos, sus preferencias y necesidades, sus intereses e ideales. El hecho de que ya se hable de la necesidad de otras intervenciones, correcciones y cambios es una fuente de preocupación adicional.
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*Profesor Emérito de Ciencia Politica, Universidad de Bolonia. Socio de la Accademia dei Lincei. Entre sus libros más recientes, podemos mencionar: “Bobbio e Sartori: Capire e cambiare la politica” y “Minima Politica. Sei lezioni di democrazia”.