Por Matteo Goretti
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Las elecciones del año próximo son de medio término, es decir, el liderazgo de la fórmula Fernández-Kirchner no se pone aprueba, por lo menos no directamente, visto que se elige a nivel nacional la mitad de los diputados y el tercio de los senadores que culminan su mandato. Si repasamos la historia argentina desde el advenimiento de la democracia, es posible concluir que, salvo excepciones, las elecciones intermedias convalidaron la preeminencia del oficialismo o, mejor dicho, de los oficialismos, ya que las fuerzas políticas de los gobernadores resultaron victoriosas en sus provincias. El Frente de Todos y sus aliados controlan hoy la mayoría de los gobiernos provinciales.
De ser así, consumadas las elecciones de octubre 2021 el gobierno nacional podrá sostener que ganó, incluso si disminuyeran los apoyos recibidos respecto de las elecciones de 2019. Alberto Fernández sumará los votos obtenidos por su frente en todas las provincias y dirá: “Ganamos la elección, la oposición perdió”.
Sin embargo, un solo dato podría arruinar el festejo del oficialismo el año próximo: salir derrotado en la provincia de Buenos Aires. Como tantas veces antes, esta será la gran batalla electoral. No solo porque reúne cerca del 40% del voto nacional, sino porque es aquí donde surge y se sostiene el poder político de la vicepresidencia, que en los hechos hoy gobierna el país. Para afirmar que se ganó la elección, el gobierno o la oposición deberán triunfar en la provincia de Buenos Aires.
La toma de control del Senado por parte de la oposición -hoy con amplia mayoría oficialista- es totalmente improbable, incluso en el caso de una extendida victoria de los candidatos de Juntos por el Cambio.
El otro elemento central que hay que considerar para ajustar el escenario electoral del año próximo es si el oficialismo llegará unido o fragmentado, sobre todo en la provincia de Buenos Aires. Recordemos que la causa principal de las derrotas electorales del peronismo no fue su mala gestión de gobierno sino la fragmentación de su fuerza política o la dispersión de sus candidaturas, por ejemplo, cuando Néstor Kirchner cayó frente a Francisco De Narváez (elección de medio término de 2009) o cuando Daniel Scioli perdió ante Mauricio Macri (elección presidencial de 2015). Además, en ambos casos el resultado electoral de la provincia de Buenos Aires fue decisivo. Las chances de que ello suceda en 2021 son bajas. El peronismo aprendió la lección del alto costo de fragmentar su voto. Es probable que dirigentes peronistas como Sergio Massa, entre otros, retomen su acostumbrado derrotero migratorio político y electoral solo ante el eventual fracaso del gobierno que hoy integran, no antes.
También es dudoso el argumento del aumento de la pobreza como causa del fracaso electoral del oficialismo el año próximo. Más pobres supone también más subsidios del Estado, y los votantes suelen ser sensibles a ello. Casi 2/3 partes de los argentinos reciben un cheque del Estado. Sin entrar en valoraciones ideológicas, sino considerando los hechos históricos, no es una novedad que el peronismo mantiene su cuasi monopolio político y electoral a través del subsidio a la pobreza, que no ha dejado de crecer. Si esto es cierto, muy probablemente el gobierno lo incrementará para tratar de ganar la elección de octubre próximo en la provincia de Buenos Aires, y en el resto del país.
Sin embargo, también en este punto es posible hacer un ajuste en el escenario electoral. La posibilidad de que el gobierno responda a más pobreza con más subsidio para ganar las elecciones tiene un límite, podría no resultar sustentable, y que el exceso de emisión para sostener este plan origine, antes que después, hiperinflación y otros efectos asociados que muchas veces hemos experimentado en el pasado. Como no prevemos que en un año electoral y con semejante nivel de pobreza el gobierno disminuya el subsidio -y por lo tanto la emisión-, sino lo contrario, el interrogante que surge no es qué podría desencadenar lo que aparece como inevitable sino, más bien, cuándo.
Curiosamente, fue la jefa del FMI, Kristalina Georgieva, la que proporcionó recientemente un dato sensible que permite ajustar el escenario del año próximo, al sostener que “no venimos a la Argentina con la idea de recortar aún más el gasto”. Son declaraciones que sorprenden porque parten de la falacia de que el gasto público viene disminuyendo cuando, en realidad, se ha incrementado sensiblemente. Además, el déficit fiscal proyectado 2021 aumenta, y nuestro país no puede ni podrá acceder para entonces al financiamiento internacional. La brutal caída en la actividad económica hará inviable un nuevo incremento en la presión tributaria. Entonces, ¿qué quiso decir Georgieva? ¿Acaso se intentará una fuerte devaluación “controlada” de la moneda nacional para equilibrar las cuentas públicas? ¿Se profundizará la disminución de las jubilaciones y pensiones en términos reales que el gobierno viene aplicando? ¿Todo ello en un año electoral? Las opciones se agotan, salvo que el FMI decida seguir subsidiando la inviabilidad argentina.
Por último, los reiterados intentos del gobierno por presionar a los jueces para lograr el perdón judicial de la vicepresidenta, difícilmente impacten de manera decisiva en el voto. Este tema -como otros de carácter institucional, importa a poca gente y, por lo general, los que se movilizan a favor o en contra tienen decidido a quien van a votar.
La intención de control partidario de la justicia y de presión a los jueces debe ser incorporado en el escenario 2021 de otra manera. El gobierno sabe que no es posible (por ahora) apropiarse del sistema judicial. Por lo tanto, sus intervenciones buscarían limitar ampliamente la posibilidad de fallos adversos. Un integrante del Instituto Patria e importante funcionario del actual gobierno nos lo expresa de este modo: “La justicia no tiene un liderazgo, está integrada por cobardes permeables al poder de turno. Comodoro Py y la Corte Suprema se mueven por presiones políticas e intereses; no buscamos desplazarlos a todos sino que sepan que sus resoluciones tendrán consecuencias y que no los dejaremos hacer lo que quieran.” No es la realidad que impera en la justicia, sino la percepción que el kirchnerismo duro tienen de ella, la que debe considerarse para comprender la matriz de decisiones del gobierno.
En el mediano plazo, la presión e intervención del gobierno sobre la justicia empeora el clima de negocios y las inversiones, y con ello la recuperación de la actividad económica. Menos claro es su impacto sobre el voto.
Por supuesto, hay que incorporar en el escenario a la oposición. Por ahora, macristas y radicales se muestran unidos, un elemento clave para aspirar a ganar la próxima elección. Sin embargo, el panorama se presenta complejo. Por un lado, la oposición no tiene por ahora un candidato competitivo en la provincia de Buenos Aires. María Eugenia Vidal no ha despejado las dudas (en Cambiemos se comenta que volverá a la ciudad de Buenos Aires para rehacer su carrera política, y que Diego Santilli pasará a provincia para tomar el desafío). Con razón, Horacio Rodríguez Larreta tratará de no liderar el espacio hasta pocos meses antes de la elección presidencial de 2023, de tal manera de consolidar su candidatura nacional y evitar -si eso es posible- el rigor del kirchner-albertismo, que lo tiene en la mira por ser el único opositor de peso que queda en pie y con chances reales de disputar el poder.
En síntesis, en nuestra opinión sólo una hiperinflación y/o la fragmentación del peronismo podrían anticipar la derrota del gobierno en las elecciones de octubre del año próximo. Más precisamente, habrá que detenerse en analizar cómo estos factores se comportarán en la provincia de Buenos Aires, la base del poder de Cristina Kirchner. En cuanto a la oposición, su éxito no dependerá solo del fracaso del gobierno, sino de la probabilidad de mantenerse unida y de generar un liderazgo competitivo que derrote al oficialismo en la provincia de Buenos Aires.