Por Juan Battaleme (Politólogo – Profesor de la UBA y UCEMA)
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Está claro que las provincias cordilleranas tienen la capacidad de ser fuente de riquezas, aunque son explotadas de manera subóptima, ya que solo contribuyen con el 1% del PBI cuando, como señala Daniel Melian, podrían hacerlo con el 5% si se crearan las condiciones para ello. Los cálculos menos optimistas sobre Vaca Muerta señalan que para el 2030 podría representar el 5% del PBI. Sin embargo, son conocidos los problemas que enfrenta nuestro país para transformar posibilidades en beneficios concretos.
La baja probabilidad de conflictos entre los Estados latinoamericanos es uno de los mayores capitales políticos de la región. Sin embargo, parece que la estabilidad territorial está llegando a su fin y no precisamente por disputas interestatales.
Fenómenos de pérdida de control territorial a manos de insurgencias criminales que eran frecuentes en los espacios andinos se han trasladado al Cono Sur. La toma de tierras en el sur de nuestro país se ha transformado en una forma de afectar el status quo territorial. Eventos protagonizados por la Resistencia Ancestral Mapuche (RAM) en Cerro Dragón, la “felizmente” concluida toma de 600 ha con rehenes en El Foyel, los reiterados cortes en la comunicación terrestre y los hechos de violencia contra los pobladores, son casos elocuentes de disgregación y de ausencia del Estado. En Villa Mascardi, desde el 2017 el Estado tiene que pedir permiso para ingresar en lo que llaman Lo Winkul Mapu. Rio Negro, Chubut, Santa Cruz, Tierra del Fuego se encuentran bajo la misma tensión.
La mayoría de los análisis de este fenómeno se refieren al impacto sobre los bienes y las personas, sin mirar que estas acciones también afectan la dimensión internacional del país. Barry Posen, en su artículo “El conflicto étnico y el dilema de seguridad” de 1993, considera que una acción de acumulación de recursos de poder por parte de un grupo para mejorar sus condiciones y la posición que tiene en un determinado territorio o región afecta inevitablemente a otro, empeorando la situación de seguridad. La escalabilidad de capacidades y el cálculo relativo de los costos de una acción son claves para entender la dinámica y su impacto a nivel internacional y doméstico.
Las razones de un conflicto suelen ser varias, pero siempre se expresa a nivel territorial. Cuando aparecen oportunidades de cambiar el status quo establecido entre grupos o de un grupo frente a un Estado, la violencia es la resultante. Al interior de un Estado, cuando funciona en términos de uso de la fuerza legítima y de reglas comunes, el dilema de seguridad desaparece, o puede ser controlado de manera legal. Ahora bien, cuando el sistema jerárquico se debilita, los dilemas de seguridad surgen y aparece la idea de que estamos frente a un Estado fallido. Una vez que un grupo pasa a la acción, en especial cuando recurre al hecho consumado y al uso de la fuerza, los afectados también responden con los recursos que tienen.
La dinámica existente en el conflicto Mapuche en el sur del país involucra tanto a Chile como a la Argentina en términos de responsabilidad y cooperación en la respuesta. Sin embargo, mientras Chile decidió utilizar una combinación de legalidad y uso de la fuerza legítima en el sostenimiento de su integridad territorial, Argentina ha optado por intentar una política de apaciguamiento. Esta acción entraña peligros en tanto supone satisfacer a quien decide actuar de manera unilateral, concediendo en sus demandas. Es el dar sin pedir nada a cambio o pedir algo marginal, sin hacer valer la posición de fuerza de quien realiza el apaciguamiento. Es una apuesta “de buena fe”, ya que al hacer una concesión se reconoce el nuevo status quo, que modificó la situación anterior a través de la violencia o la imposición unilateral, y se aspira a que se consolide. La idea de que el Estado acepte el nuevo status quo con el propósito de que no se tomen nuevas tierras ni se agreda a los vecinos puede no ser el mejor camino; la historia muestra que estas políticas son de un imprudente voluntarismo.
Mientras que en Chile los violentos que se alzaron contra el Estado no logran su objetivo, en nuestro país algunos grupos de desafiantes mapuches consolidan los suyos a partir de hechos de fuerza, favorecidos por una actitud estatal de consentimiento mediante la omisión o la negociación a partir de hechos consumados. Esto, inevitablemente representa un problema para la Nación trasandina, en tanto el lado argentino comienza a operar, en los hechos, como territorio de concentración de fuerzas que pueden intentar actuar con expectativa de mayor éxito del otro lado de la cordillera. Chile ha comenzado a prestar atención a las consecuencias que puede tener sobre su territorio nuestro accionar.
De esta asimetría se desprenden dos señales en la relación bilateral con Chile. La primera es que pareciera que ya no nos importa nuestra integridad territorial o, pero aún, que el Estado no puede garantizarla. La segunda es que no estamos dispuestos a actuar en pos de la seguridad común de ambos países, ni siquiera coordinar acciones. Esta situación no es nueva en el escenario regional. Durante un largo período el entonces presidente Rafael Correa facilitó que el territorio de Ecuador fuera utilizado como base de operaciones contra Colombia. Una vez que la situación se hizo insostenible, el presidente colombiano Álvaro Uribe tomó la decisión unilateral de atacar a las fuerzas de las FARC en territorio del Ecuador sabiendo que la capacidad de respuesta de ese país era marginal. Lo hizo en defensa de su integridad territorial, como consecuencia de que Ecuador no cumplía con su rol de buen vecino.
Si bien Argentina y Chile son socios, la posición elegida por las autoridades ha provocado que persista y se profundice esta situación, que podría afectar seriamente la relación bilateral si los grupos insurgentes usan nuestro territorio como zona liberada.
Las tomas ilegales de tierras públicas y privadas en nuestro país no son nuevas; sin embargo, se han multiplicado en los últimos tiempos. Son graves porque reflejan el fracaso de la sociedad y del Estado, pero en algunos casos pueden representar problemas mayores y, de alguna manera, inesperados. La toma de Guernica, por ejemplo, puede ser considerado un problema local, pero las del sur tienen una dimensión internacional a la cual no le estamos prestando la debida atención.
La persistencia de acciones que consolidan la apropiación territorial ilegal y violenta provoca dos problemas adicionales. Por un lado, genera incentivos para quienes se ven afectados accionen por la misma vía, abriendo un ciclo difícil de parar. Del mismo modo, grupos que han privilegiado la paz y el consenso (la gran mayoría de las comunidades mapuches en nuestro país), podrían verse tentados de cambiar su actitud hacia la violencia y la ilegalidad, habiéndose demostrado que es la estrategia más eficiente para satisfacer sus reclamos.
Al mismo tiempo, la legitimación de tomas ilegales proyecta una pésima señal en el contexto internacional. La decisión pública de descuidar la integridad territorial hace caer la última barrera de la disuasión que el país debería ejercer en defensa de sus intereses: a la limitación concreta de las capacidades se agrega la decisión de abdicar al uso de la fuerza legítima por parte del Estado para defender aquello que consideramos “nuestro”. El término “nuestro” cobra sentido solo si estamos dispuestos a cuidarlo, aplicando las herramientas legales a nuestro alcance, tanto para los “ocupas” de la tierra como del mar, para los que se apropian de tierras ajenas como los que practican la pesca ilegal que depreda nuestro mar.
Por lo tanto, no es que Argentina carece de los medios legales para lidiar con lo que sucede en el Sur; sin embargo, por alguna razón inescrutable, no se quiere. Necesitamos con urgencia coordinar acciones con Chile a los efectos de evitar complicaciones futuras y mantener el espíritu cooperativo en el campo de la seguridad regional. Caso contrario, nos iremos transformando en un país cada vez mas complicado para nuestros vecinos.