Por Fabián Calle
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Yendo de menor a mayor en la relación causal, cabría citar la reciente ruptura de las negociaciones entre el grupo palestino laico Al Fatah que gobierna Cisjordania y la organización fundamentalista Hamas que controla Gaza. Las conversaciones que se venían dando para un eventual gobierno de unidad, luego de la guerra que hace 15 años estalló entre ambos sectores, quedaron truncas y sin vista de solución. A esto se suma el clima de incertidumbre política en Israel por las difíciles negociaciones para dar forma a un nuevo gobierno, con el agregado de la posibilidad de que Benjamín Netanyahu, con record de permanencia en el poder, sea desplazado del gobierno por una nueva coalición. Agreguemos a ello la llegada de Joe Biden al poder en los Estados Unidos y las expectativas, seguramente fallidas en lo sustancial, de que la Casa Blanca asuma una postura menos alineada con Israel vis a vis lo hecho por Trump. Finalmente, está Irán, principal fuente de ayuda militar, económica y logística de Hamas, que busca cobrarse varias cuentas pendientes con Israel. El panorama se completa con la eliminación de uno de padres del programa nuclear militar de Teherán, dos importantes sabotajes a plantas claves para ese emprendimiento iraní y periódicos ataques aéreos contra instalaciones y personal de Irán en Siria.
Este rompecabezas es el marco de las complejas negociaciones entre Washington y Teherán para explorar la posibilidad de llegar a acuerdos que garanticen que los Ayatolás no cuenten con armamento atómico operativo.
Último acontecimiento, pero no por ello menos importante, es el creciente acercamiento diplomático y en materia de seguridad y defensa entre Israel y una potencia clave del mundo árabe como es Arabia Saudita, y otros como Emiratos, Qatar y Sudán, y la consolidación del vínculo constructivo existente con Egipto; es decir, con los países que conforman la masa crítica del mundo sunita del Islam que considera a Irán una amenaza. Esta mayor y mejor articulación entre Israel y los saudís no hace más que reforzar la posibilidad de darle mayor viabilidad logística a ataques israelíes a las plantas nucleares iraníes.
Por todo ello, el régimen iraní no tiene otra opción que apostar fuerte a una gran agitación y convulsión en la región. Además, la alta inflación, la aguda caída del PBI, el alto impacto del Covid-19, el aumento del desempleo y la creciente insatisfacción de los jóvenes con la revolución fundamentalista, refuerzan estas urgencias. El hecho de que la monarquía saudita sea vista en el mundo musulmán como protectora de los lugares santos es usado por Teherán y Hamas como una forma de buscar que la relación de Ryad con el gobierno israelí esté sometida a mayores tensiones. Todo parece indicar que si el objetivo final es romper el acercamiento entre Israel y el mundo sunita del golfo arábigo, por ahora no se logrará.
Este escenario complejo y de múltiples tableros debería ser entendido y cuidadosamente analizado por el gobierno argentino, evitando posturas supuestamente equilibradas que, en realidad, ven el árbol y no el bosque. Poner en un mismo plano problemas de desalojos judicializados con el lanzamiento de 1.400 cohetes contra la población civil israelí es, sin duda, un dislate de primer nivel. Asimismo, los dirigentes argentinos que asumen posturas críticas hacia Israel y con ello intentan mostrar señales amistosas con el mundo islámico, deberían considerar la opinión de los países árabes sunitas sobre las ambiciones del fundamentalismo chiita iraní: descubrirán que postulan en muchos casos acciones igual o aún más duras contra Irán que el mismo Israel.
Es imperioso que los que deciden la política exterior de nuestro país se tomen un tiempo para aprender y actualizarse en un tema tan sensible y complejo para el mundo o, como decían nuestras abuelas, permanezcan en silencio para que al menos persista la duda de que pueden ser inteligentes.