Por Matteo Goretti
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El superávit fiscal no es un valor en nuestra sociedad, ni es meta de los gobiernos; es un vicio público. Desde 1961 a la fecha solo tuvimos tres años de superávit fiscal. Gastamos más de lo que generamos. La inflación es alta y persistente porque nuestro déficit consolidado es mayúsculo y crónico.
Es por ello que en la Argentina prevalece la creencia de que no es posible administrar la cosa pública sin déficit y, por consiguiente, sin inflación; se considera erróneamente que si se los combate, el gobierno cae, o llega con lo justo. En el mismo sentido, el argentino medio vota a quienes prometen expansión del gasto y entrega de beneficios sin importar si tienen financiamiento.
El resultado es conocido: altísimo déficit fiscal permanente, deuda pública que crece y se vuelve impagable, inflación anual y pobreza estructural del 25%, presión tributaria de las más altas del mundo, persistente primarización de la economía, insignificante participación en el comercio mundial, bajos niveles de inversión productiva privada y escasa creación de trabajo de calidad.
Al producir menos dólares de los que necesitamos, las recurrentes crisis económicas y financieras siempre se tiñen de verde. No debería llamar la atención la compulsión argentina por refugiarse en la moneda estadounidense.
Cambiemos no creó la situación actual; la heredó, pero no la modificó.
En el pasado el desenlace al despropósito provino, siempre, del exterior, con la reducción o el cierre de las fuentes de financiamiento, provocando dolorosas crisis, alta inflación, devaluación descontrolada y decrecimiento económico. A veces, nuestra respuesta como país tuvo la misma magnitud: dejamos de pagar a nuestros acreedores, consolidando la fama de defraudadores seriales. “Default”, término no aceptado por la Real Academia Española, es de uso frecuente en nuestro país.
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La crisis del gradualismo divergente
Al inicio de la gestión, el actual gobierno basó su plan en dos supuestos que no se cumplieron: fuerte aumento en la recaudación fiscal en términos reales por el eminente crecimiento de la economía que traería el ingreso de las prometidas inversiones privadas, y el mantenimiento de un contexto internacional de tasas bajas.
De esta manera, el gobierno creyó que no sería necesario bajar el gasto: el esperado aumento de la recaudación fiscal haría el trabajo, mientras que la abundancia de fondos internacionales a tasas cercanas a cero permitiría financiar, vía endeudamiento, el abultado déficit, que iría bajando -gradualmente- hacia una meta prometida en el largo plazo.
La crisis del gradualismo argentino por la desaparición de los factores que lo sostenían es, desde mi punto de vista, una razón importante pero no suficiente para explicar el estado actual de las cosas. El gobierno hizo bien en acudir a un método gradual para ir resolviendo los problemas graves y estructurales que heredó.
Sin embargo, el problema surgió cuando resultó evidente que las metas autoimpuestas no se cumplían, y que tampoco se cumplirían.
La crisis cambiaria que está viviendo nuestro país ha sido provocada por la aplicación de un método que denomino gradualismo divergente, es decir, que no converge hacia las metas anunciadas, sino que se aleja progresivamente de ellas. Déficit consolidado, inflación y balanza comercial son algunas de las metas incumplidas.
Adicionalmente, para tener éxito el gradualismo requiere que las metas, además de cumplirse en los tiempos prometidos, puedan ser ajustadas razonablemente en relación con los cambios que arroja el escenario internacional. Dicho de otro modo, el gradualismo, cuando es convergente, tiene chances de proseguir con su función gradual cuando la oferta de financiamiento externo se reduce y encarece. Es el cumplimiento progresivo de las metas lo que permite reducir paulatinamente las necesidades de financiamiento y poder darle más o menos velocidad al gradualismo en respuesta a las circunstancias.
Por el contrario, el gradualismo divergente del gobierno argentino no disminuyó las necesidades de financiamiento al crecer el déficit consolidado, aumentando la vulnerabilidad del país cuando los fondos que necesitamos no son suficientes y se encarecen. De esta manera, el gobierno no tiene libertad de imprimirle velocidad al gradualismo en relación con los cambios en el contexto internacional.
El gradualismo divergente desencadenó errores en el gobierno que alertaron a los acreedores que la realidad divergía de las expectativas que habían llevado a sostener hasta aquí el financiamiento del déficit.
En primer lugar, el persistente revalúo del peso respecto del dólar, como ancla anti-inflacionaria impuesta por la actual gestión del BCRA, favoreció el acceso a dólares baratos y la creciente fuga de divisas, como en el gobierno de Cristina Kirchner. Lo mismo puede decirse de la expansión monetaria superior al 30% anual, muy lejos de las metas de inflación que, por lo tanto, fueron incumplidas.
En diciembre pasado varios funcionarios y aliados de Cambiemos anunciaron que darían batalla a los “especuladores financieros” que, aprovechando legalmente el carry-trade ofrecido por el BCRA, estaban haciendo pingües ganancias. Necesitados como nunca de financiamiento externo, salimos a torear a los que nos lo proveían, solo para satisfacer el discurso para la tribuna. Una vez más, las necesidades de la comunicación se impusieron a las urgencias de la gestión.
En el recordado 28 de diciembre pasado anunciamos el fin de la independencia del BCRA y la supremacía de la Jefatura de Gabinete como máxima autoridad monetaria y fiscal. Redujimos la tasa del BCRA, prometimos una nueva (e inalcanzable) meta de inflación y anunciamos que estas medidas se tomaban para que el país creciera más rápido. Esta vez quedó claro para el mercado que las metas del gobierno, tantas veces anunciadas como incumplidas, serían sacrificadas en pos de favorecer la victoria de Cambiemos en 2019. Las necesidades electorales postergaban la solución de las urgencias económicas y financieras.
En el primer cuatrimestre de este año aliados en Cambiemos -Elisa Carrió y los radicales-, fueron los primeros en salir a presionar al gobierno para ralentizar la actualización tarifaria de los servicios públicos en marcha. Cuando se percataron que les daban pasto a las fieras de la oposición, retrocedieron. Ya era tarde.
El Frente Renovador de Sergio Massa presentó e impulsó en la Cámara de Diputados un proyecto de ley de imposición a la renta financiera para los no residentes que invierten en instrumentos de deuda pública argentinos, imprescindibles para sostener el gradualismo. Como parte de un acuerdo, Cambiemos lo votaría en el Congreso y el presidente Macri no lo vetaría. “Jefatura de Gabinete quiere mostrar que somos un gobierno progresista, que ponemos impuestos a la renta financiera. Vamos a apoyar el proyecto pero no a promoverlo, para que los acreedores no acusen al Gobierno”, confesó entonces a Calibar un importante ministro nacional.
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FMI: falsas expectativas del gobierno vs una oportunidad posible
Por lo que nos han comentado voceros calificados del gobierno, el Presidente Macri y su mesa chica tienen la expectativa de que el Fondo Monetario Internacional (FMI) será complaciente con su gradualismo. La idea que prevalece es que los presidentes de los países que integran el directorio del organismo internacional -de buena sintonía con el primer mandatario argentino- bajarán la orden a sus técnicos de ser poco exigentes a fin de no favorecer el regreso al poder de Cristina Kirchner.
Es decir, el gobierno estaría por encarar la negociación con el FMI con el mismo criterio de comunicación que utilizó tanto en la campaña electoral como en la gestión: blandir la amenaza de una vuelta del populismo para que los duros negociadores de la Sra. Christine Lagarde opten por Cambiemos, como ya lo hicieron los votantes argentinos en 2015 y 2017.
Por lo que nos han manifestado voceros del gobierno, el ofrecimiento al FMI sería acelerar este año la reducción del gasto cerca de 0,5% del PBI, más el 0,5% ya anunciado hace unos días, es decir, cerrar 2018 con 2,2% de déficit primario, mientras que quedaría abierta la negociación de las metas de 2019.
El gobierno cree que FMI desistirá de su propuesta de llevar la paridad del peso con el dólar al punto de equilibrio que surja de la flotación libre, y que financiará el acceso barato a la moneda norteamericana. Del mismo modo, el gobierno considera que el FMI aceptará postergar para el segundo mandato de Cambiemos las reformas estructurales que permitan reducir el gasto del Estado, salvo una mini-reforma laboral, que sería promovida este año.
Esta expectativa del gobierno de que no va a pasar nada y que la resolución de los problemas de fondo puede seguir postergándose, se vio reflejada en la comunicación pública en estos días. El Ministro de Finanzas afirmó que están bien preparados para enfrentar las turbulencias; su par de Producción anunció que el aumento del dólar será solo un recuerdo en pocas semanas; el Jefe de Gabinete aseguró que no es cierto que la historia se repita; y Lilita Carrió prometió que la paridad del dólar bajará a $ 23.
No encuentro explicación al hecho de que el gobierno haya preferido transmitir en las actuales circunstancias mensajes optimistas, y una expectativa facilista de los resultados que arrojaría la negociación con el FMI, hasta el punto de sugerir que ese organismo prestará fondos frescos y a tasa razonable para que siga la fuga de capitales.
Al comienzo de la administración de Cambiemos, el plan original del novel gobierno era dedicar el primer mandato presidencial a estabilizar la economía y el segundo -reelección mediante- a impulsar el desarrollo sostenible del país. Las circunstancias han cambiado de manera sustancial. Quedará para el segundo cuatrienio la tarea que quedó trunca en el primero.
Sin embargo, para que esto sea posible, el presidente Macri deberá postergar sus legítimos anhelos reeleccionistas y dedicarse a resolver los problemas para recuperar la confianza de los dos principales destinatarios de sus acciones: los votantes -que definirán la reelección o derrota de Cambiemos en 2019-, y los acreedores -que decidirán cuánto financian del gradualismo argentino y a qué precio.
Macri puede ser reelecto en 2019 solo si desplaza la prioridad de la reelección por la tarea de encarar un ajuste bien hecho, que permita abrir un período prolongado de bienestar y desarrollo sustentable y liquide los ciclos de crisis recurrentes que destruyen el tejido social y económico del país. Ello supone atacar en serio el gigantesco déficit público. Hacerlo tendrá costos políticos y económicos; pero no hacerlo provocará costos mucho mayores. El presidente va a tener que optar, y explicarle a la población porqué tomó una u otra opción.
Estos desafíos son impostergables y su logro no depende del auxilio del FMI. Los electores le reclaman a Macri que cumpla con su promesa de transformación, es decir, terminar con la inflación y reducir sensiblemente la pobreza. Los acreedores le demandan un plan fiscal consistente y sustentable, y un responsable de su ejecución y cumplimiento. Las convulsiones de estos últimos meses han modificado la manera en que el presidente es evaluado: ya no importa lo que dice sino lo que hace o deja de hacer. El reclamo es por la ausencia de resultados.
Mauricio Macri tienen una nueva oportunidad por delante: cumplir con lo que vino a hacer, para lo cual fue elegido. Esa tarea va a demandar cambios dramáticos en su proceso de toma decisiones. Por ejemplo, deberá supeditar la comunicación a la gestión, presentar un plan creíble, cumplir con sus promesas, abrirse al debate de opciones nuevas, ampliar la base de apoyo político, lograr la coordinación de su gabinete, y unificar y darle responsabilidad a los decisores e implementadores de la política económica.
Si las expectativas optimistas del gobierno respecto de las negociaciones del FMI no se cumplen, Cambiemos necesitará de acuerdos parlamentarios con la oposición para llevar adelante reformas imprescindibles; se trata de la búsqueda de consensos que el gobierno siempre evitó para mostrarse como algo nuevo y diferente del pasado. En este caso, no será posible seguir manejando el país concentrando todo el poder en la “mesa chica” que integran Macri, Peña y Quintana, ni será suficiente que la diputada Elisa Carrió funcione como una especia de legitimadora pública de las decisiones que toma el terceto. Habría que preguntarse si estos desafíos pueden encararse con el mismo equipo que nos condujo a esta situación o con otro que ayude al presidente a resolver los problemas de fondo.
2018 es un año perdido para seguir alentando las aspiraciones reeleccionistas en Macri, pero también es una oportunidad para buscar reestablecer la credibilidad que le permita soñar con algo más que un segundo mandato, ahora en duda: con la transformación del país que adeuda.