Por Francisco de Santibañes
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A veces nos olvidamos, pero la paz que disfrutamos hoy en día en América del Sur es un fenómeno relativamente reciente. Hasta fines de los 1970 manteníamos hipótesis de conflicto con Chile y Brasil. A su vez, la posibilidad de que tuviésemos una guerra con nuestros vecinos impedía que se incrementara el intercambio comercial. Fue, en parte, gracias a la alianza estratégica alcanzada entre Brasilia y Buenos Aires que este escenario llegó a su fin. Luego, el Mercosur, una unión aduanera imperfecta a la que también se sumaron Uruguay y Paraguay, le daría un marco institucional a la relación.
Por un tiempo tanto la alianza entre ambos socios como el Mercosur funcionaron relativamente bien, trayendo mayor estabilidad a la región e impulsando el comercio. Fue la época en que, más allá de quien gobernara en cada país, la asociación entre la Argentina y Brasil era considerada una política de Estado. Pero luego comenzaron las dificultades. Por un lado, el proceso de integración económico se detuvo. La arbitrariedad con la que cada miembro del Mercosur tomaba decisiones sin consultar a sus socios, la falta de políticas que consideraran las asimetrías entre los países y una visión proteccionista que terminó aislando al bloque del proceso de globalización que venía dándose en gran parte del mundo, son algunos de los motivos que explican esta situación.
A los problemas económicos también se le sumaron los políticos. Gobiernos de izquierda y de derecha fomentaron otro tipo de asociaciones (los primeros el Unasur, los segundos el Prosur) que eventualmente terminaron fracasando porque se basaban más en la ideología de los gobiernos de turno que en los intereses de los Estados a largo plazo. En definitiva, con el paso del tiempo tanto el Mercosur como la relación con Brasil fueron perdiendo protagonismo para nuestro país. Recientemente, la posibilidad de que entrara en vigor un acuerdo estratégico entre el Mercosur y la Unión Europea volvió a despertar esperanzas, pero las dificultades que enfrentan ambos bloques para ratificarlo parecen haber terminado con el entusiasmo inicial.
Hoy el panorama es preocupante. Por un lado, porque las diferencias ideológicas que existen entre los presidentes de ambos países nunca fueron tan grandes; uno conservador popular, y otro que se define como progresista. Esto ha dificultado la diplomacia presidencial, que siempre resulta necesaria. Por el otro lado, porque las urgencias causadas por la crisis económica y sanitaria que enfrentan ambos países como consecuencia de la llegada del coronavirus le quitan protagonismo a la política exterior.
Pero estos inconvenientes no deben transformarse en una excusa para no fortalecer la asociación con Brasil. Entre los motivos económicos que explican esta necesidad se encuentra la emergencia de lo que parece ser un nuevo escenario económico, en el cual el comercio regional ganará mayor importancia. En efecto, muchas naciones y empresas ya han anunciado la implementación de políticas que buscarán ganar autonomía estratégica ante la posibilidad de que otros eventos inesperados con fuerte impacto, como fue la aparición del coronavirus, pongan en peligro las cadenas globales de valor. Se buscarán entonces proveedores que se encuentren más cercanos a las casas matrices, priorizando así a los bloques regionales por sobre productores más distantes.
Políticamente, el conflicto entre China y Estados Unidos llegará a nuestra región -si es que esto ya no sucedió. Ante el temor que les causará a ambas potencias un conflicto militar directo, dada la presencia de armas nucleares, es posible que se repita la misma lógica que tuvo lugar durante la Guerra Fría: intentarán resolver sus disputas en otros ámbitos -económico, cultural, tecnológico, etc.- y cuando lo hagan por la vía militar será a través de aliados de menor peso que, en regiones distantes, peleen por ellos. Ante esta realidad, el peor escenario posible consiste en que algunas naciones sudamericanas tomen partido por Beijing y otras por Washington. De ocurrir, nuestros países se enfrentarán diplomáticamente, volviendo a sufrir el tipo de conflictividad que superamos en los 1980.
Para evitar esto, se vuelve imprescindible que Argentina y Brasil comiencen a coordinar ciertos temas de su política exterior, como la posible incorporación de la tecnología 5G (¿entraremos en la órbita de China o Estados Unidos?), la relación con Venezuela y las posturas que adoptaremos en los organismos multilaterales. Efectivamente, al igual que les ocurre a otros países de peso medio, este es el momento en donde podemos moldear el nuevo sistema internacional para evitar que la creciente bipolaridad termine reduciendo al mínimo nuestros estrechos márgenes de maniobra.
Algunos pueden especular con que este tipo de coordinación sólo será posible si cambia el gobierno en Brasilia o en Buenos Aires. Pero la realidad es que este escenario es poco probable. Y esto es así en parte porque la crisis causada por el coronavirus en nuestro vecino es menos grave de lo que muchos suponen y, por lo tanto, las probabilidades de que Jair Bolsonaro deba renunciar no son altas.
Por ejemplo, si evaluamos las cifras de muertos en Brasil en relación con la población total, comprobamos que países como Chile y Perú están en una situación más grave que nuestro vecino. En el plano de las expectativas, el Fondo Monetario Internacional estima que la economía de Brasil caerá este año menos que la de Argentina y México. Además, el presidente Bolsonaro continúa teniendo el apoyo de por lo menos un tercio de la población, incluyendo uno de los grupos (y bloque electoral) más importante del país: el movimiento evangélico. Si a pesar de todo Bolsonaro se viese forzado a renunciar a la presidencia, y lo hace luego del 1º de enero, lo reemplazaría su vicepresidente, el general retirado Hamilton Mourao, de quien no deberíamos esperar grandes cambios dado su perfil conservador y cercano al establishment.
Por lo tanto, y más allá de las diferencias que existen entre los actuales gobiernos de Argentina y Brasil, la mejor opción continúa siendo fortalecer la relación. Esto requerirá más encuentros entre nuestros líderes, pero también un acercamiento de las sociedades. Hoy los dirigentes empresariales, intelectuales y políticos de ambas naciones se conocen menos entre sí que sus antecesores un par de décadas atrás -siendo la buena relación entre nuestros militares una excepción.
Por último, todo esto debe darse en un marco estratégico que defina las prioridades que tiene nuestro país en el mediano y largo plazo. Este marco le dará continuidad a una política exterior que en lo próximos años enfrentará un mundo más incierto y complejo del que estábamos acostumbrados.