Por Juan Battaleme. Profesor UCEMA-UBA
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Rusia y China no necesitan formalizar una alianza; es suficiente con coordinarse para desgastar y eventualmente mantener una dinámica en el cual la administración Biden sea la que tenga que responder. El tiempo se encuentra del lado de ellos; la ansiedad, en occidente.
Biden, al asumir, deberá retomar el debate sobre las amenazas que enfrenta los Estados Unidos en materia de política internacional. Difícilmente el nuevo presidente cambie el consenso sobre la llegada de una era de rivalidad entre grandes poderes en una estructura interdependiente. La pregunta entonces es sobre la forma que tomará el balance de poder entre las democracias liberales y las autocracias del siglo XXI en la visión del nuevo ocupante de la Casa Blanca. Se espera que este debate se resuelva y cristalice en un nuevo documento que se conoce como Estrategia de Seguridad Nacional (NSS), el cual suele ordenar la visión política a toda la estructura decisional de la administración.
Al respecto, la teoría de las relaciones internacionales se refiere a dos formas de equilibrio de poder que son consideradas deficientes. La primera es el “exceso de balance”. En este caso, se destinan recursos que exceden los necesarios para enfrentar a un actor considerado problemático a los efectos de contenerlo tanto económica como militarmente. Eso es gastar recursos de poder cuando no es necesario hacerlo. El segundo es el llamado “balance débil”. Este, en oposición al primero, emerge como consecuencia de responder lánguidamente, o sin los recursos necesarios, a un desafío que, aunque ambiguo, tiene implicancias a nivel estructural. Ambos suponen riesgos distintos para la potencia que defiende el status quo.
Encontrar el equilibrio dependerá entonces de la capacidad para evitar la sobreestimación o la subestimación por parte de quienes toman las decisiones en política exterior.
Biden dará prioridad a lo doméstico: 1) Enfrentar la situación del COVID-19 hasta que la vacuna este distribuida, esto es, el cierre inteligente del país; 2) continuar con un programa viable de mejoras sociales para enfrentar la crisis económica por la pandemia, entre ellas cambios en el sistema de salud; 3) modernizar la infraestructura, tema en el que los EE.UU. corre detrás de otras potencias y 4) implementar una agenda anti-discriminación como respuesta al movimiento Black lives matter. Estos temas son lo suficientemente divisivos y complejos como para ocupar gran parte de la energía de la próxima administración.
Además, es probable que el lema “no es mi presidente” que enfrentó Trump al inicio de su gestión, también lo sienta el experimentado Biden, debido a que el 30% de los norteamericanos sostiene que su elección fue fraudulenta. Es posible que su vicepresidenta, Kamala Harris, sea la encargada de encontrar alguna solución, más si quiere ser la próxima nominada a presidente por el partido demócrata. Tal vez la suerte le otorgue a ella aquello que le fue denegado a Hillary.
En las actuales circunstancias la política exterior de Biden correrá detrás de la agenda doméstica. El nuevo presidente asume en un contexto donde China le hace a Australia (aliado clave de los EE.UU. en el Pacifico) lo mismo que Trump le hizo a Beijing al inicio de su gestión: menores compras de materias primas, entre ellas el carbón haciendo caer su precio, e impuestos a la importación de productos claves, afectando la economía australiana. Todo ello luego de que Canberra acusara a China de ser el máximo responsable por la pandemia. La potencia oriental respondió difundiendo un reporte, que Australia consideró falso, acusando a las tropas australianas en Afganistán por violación de los derechos humanos.
Biden, con sus 78 años, es uno de los lideres mundiales de mayor edad que llega a la Casa Blanca, lo cual supone desafíos para su administración por la intensidad que impone ser el presidente de los EE.UU. En este sentido dos situaciones tienen probabilidad de suceder. La primera es que se asocie su edad con cierta debilidad en el ejercicio del poder. Aún cuando su equipo sea joven, la decisión última la tiene el presidente. “Sleepy Joe” (así lo llamaba Trump) podría ser la versión norteamericana del “dicen que soy aburrido” con la que se lo asociaba a Fernando de la Rúa. Tal apreciación puede tener consecuencias en la relación con sus contendientes directos y con otros lideres mundiales más jóvenes.
¿Existe un correlato entre la edad y la dinámica de la política internacional? Mark Haas, en su trabajo A geriatric Peace? The future of U.S. Power in a world of aging population (2007) cree que sí. Recordemos que buena parte de la responsabilidad de la primavera árabe estuvo relacionada con el envejecimiento de los regímenes autocráticos del norte de África, los cuales sucumbieron también por la lenta reacción de quienes estaban en el poder. Si nos remontamos atrás en la historia, la estrategia de apaciguamiento de los primeros ministros Baldwin y Neville Chamberlain con sus setenta años cumplidos también podría responder a su voluntad de dejar un legado de paz, como cierre de sus vidas políticas, y a una responsabilidad moral de no mandar a morir a miles de jóvenes británicos. Sin embargo, sus ideas nada tenían que ver con las ambiciones de un Hitler de mediana edad. El ímpetu no es buen consejero, el letargo tampoco.
Mark Haas considera que el progresivo envejecimiento de la población norteamericana genera tendencias aislacionistas producto de los reordenamientos fiscales en la política doméstica. Con ello, los argumentos para el repliegue de los asuntos mundiales estarán a la orden del día.
Apaciguar supone conceder, aceptando un nuevo status quo. El repliegue de tropas en Afganistán y los remanentes en Irak, demuestran la fatiga que los conflictos interminables iniciados en el lejano 2001 tiene sobre una sociedad convulsionada. China continuará avanzando en los planos que le interesa, por lo que Biden deberá lidiar con la iniciativa de la ruta de la seda en el plano de infraestructura y de las tecnologías digitales, como el 5G. Además, el nuevo presidente deberá resolver si acepta la alteración de la situación preexistente en el Mar de la China y una política de mayor asertividad hacia Taiwán, además de la creciente expansión de la potencia oriental en el Atlántico surafricano y sudamericano, como lo señala Ryan Martinson en su artículo China as an Atlantic Naval Power (2019). Rusia mantendrá su nivel de actividad en el Cáucaso y en Europa del Este, donde los antecedentes de Biden no son buenos. En 2014 Rusia conquistó Crimea y dividió a Ucrania frente a una dubitante administración Obama, que terminó por conceder la alteración del status quo. Sin aliarse y con una coordinación mínima, China y Rusia contribuyeron a restarle eficacia a la estrategia de “pivot al pacifico” inaugurada por Obama como política de reaseguro.
Privilegiar la agenda doméstica sobre la internacional, como se espera de la administración Biden, no hará desaparecer ni moderar los grandes desafíos que debe enfrentar la política exterior norteamericana. Será un esfuerzo mayúsculo balancear las necesidades internas con los riesgos externos; requerirá de visión y de recursos.
A partir del 20 de enero, cuando avance la aguja de la administración de Joe Biden, comenzará a develarse el destino de su política exterior, y si la edad del nuevo presidente tendrá consecuencias acerca de cómo es percibido por los líderes de las otras potencias y, con ello, su impacto sobre el balance del poder mundial.