Por Fabián Calle
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El primer punto que sobresale es la subordinación de la política exterior al relato ideológico del Lawfare que tiene como epicentro las necesidades judiciales de la vice-presidenta. Esto se expresa en la inexistencia de vínculo o en la mala relación con mandatarios de la región que desplazaron del poder a gobernantes con retórica de izquierda y procesados por la justicia por hechos de corrupción, como Lula, Correa y Evo Morales.
Del mismo modo, Alberto Fernández desconsideró al nuevo presidente del Uruguay, Luis Lacalle Pou, por el hecho de haberle ganado la elección al Frente Amplio, y al presidente chileno Sebastián Piñera, para mostrar su cercanía con la opositora Concertación de centroizquierda.
Por esas vueltas del destino, durante los anteriores gobiernos K también se creó un clima de fuerte tensión y desencuentros con los vecinos orientales y con los trasandinos, cuando los gobernantes de entonces eran afines al ideario progresista. En el primer caso la causa declarada fue el de las pasteras. En el segundo, por la decisión de Argentina de cortar abruptamente la exportación de gas hacia Chile, con el propósito de subsidiar nuestro consumo interno, que derivó en la pérdida de autoabastecimiento. Los dólares que entraban por la exportación de soja se perdían trayendo y pagando barcos con cargas de gas.
Más allá de la imprudencia de tener como guía de la política exterior las afinidades ideológicas, los casos antes mencionados muestran un escaso respaldo histórico para intentar justificarla. En efecto, el recientemente fallecido Tabaré Vázquez de Uruguay, y el ex mandatario chileno Ricardo Lagos, a pesar de su extracción de centro-izquierda recibieron ataques de las gestiones kirchneristas. Los mismo Michelle Bachelet, figura paradigmática del progresismo latinoamericano, que fue objeto de las demoladoras críticas K por sus lapidarios informes sobre la violación de los derechos humanos en Venezuela.
A partir de mediados de este año, mientras aumentaban las chances de los Demócratas de alzarse con la presidencia en los Estados Unidos por el efecto de la pandemia de Covid-19 sobre la economía, el gobierno argentino comenzó a mostrar al candidato Joe Biden como un socialdemócrata sensible y progresista, que ayudaría en todo lo que Argentina necesitase y que sería comprensivo con los regímenes de Venezuela y Cuba. Un relato para el consumo interno de las minorías pequeño burguesas y sobreideoligizadas que anidan en el variopinto Frente de Todos, que también encuentra su contraste en antecedentes históricos que lo contradicen.
Por caso, recordemos el episodio de los funcionarios argentinos en 2011 en Ezeiza cortando con un alicate valijas con tecnología que traían militares americanos, invitados por Argentina. Y el discurso épico de la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner que en 2014 afirmaba que si le pasaba algo a ella habría que mirar al Norte, o sea a los EE.UU. Observadores atentos en Washington consideraron estos fuertes gestos de la Casa Rosada como señales amistosas hacia Irán, de fluidos lazos con Cuba y Venezuela.
Con respecto a Venezuela y su controlador, Cuba, el actual presidente argentino viene repitiendo sus ensordecedores silencios como respuesta a los malos tratos que recibe del régimen de Maduro desde agosto 2019, en ocasión de las PASO. En ese momento, el influyente Diosdado Cabello le advirtió en una cadena nacional que la victoria de Fernández no era merito de él sino de Cristina Kirchner. Hace pocos días, Cabello volvió a descargar lluvia ácida sobre nuestro presidente, sin provocar una respuesta del primer mandatario, a diferencia de las reacciones que dirige a líderes que no son de su agrado, como Donald Trump y Jair Bolsonaro.
Recientemente, el gobierno argentino no acompañó la condena regional al régimen venezonalo por el fraude electoral que le permitió a Maduro alzarse con el poder legislativo de su país.
Son todas concesiones del presidente Alberto Fernández para mantener la convivencia con su compañera de fórmula. Para cualquier observador objetivo, resultaría un despropósito ser más áspero con la principal potencia mundial, los EE.UU., y con la principal potencia regional, Brasil, que con un país colapsado economica y socialmente como Venezuela que, además, es una dictadura que viola derechos humanos esenciales. Ni que decir de los casi doce meses sin un dialogo con Jair Bolsonaro en su condición de cabeza politica del país más relevante para las exportaciones argentinas.
Resulta evidente que la Casa Rosada ha quemado todos los manuales de la política internacional en el altar de evitar el estallido prematuro del Frente de Todos. El interrogante que surge es si la vice-presidenta estará dispuesta a hacer colapsar la coalición gobernante por enojos y desacuerdos en temas de politica exterior por más sensibles que sean a sus intereses y preferencias, o si priorizará la estabilidad del gobierno y la acumulación de poder para tratar de resolver, por ejemplo, sus complicados frentes judiciales, y ser la gran electora del próximo presidente en 2023.
Si este segundo objetivo es el que finalmente pesará, cabe esperar que el presidente comience a utilizar sus márgenes de maniobra para desarrollar una política exterior más realista, prudente y puesta el servicio de los intereses de nuestro país.
La reciente videoconferencia que reunió a Alberto Fernández con Jair Bolsonaro aparece como una señal en este sentido. Finalmente, buscar las mejores relaciones con China y Rusia está fuera de discusión. La cuestión es qué líneas rojas no se deberían cruzar para no provocar la reacción de la Casa Blanca.